Ayer murió Fernando Peña. Tenía 46 años. Actuaba, escribía, pensaba. A veces irritaba, otras enardecía. O enternecía. Pero siempre, siempre, fogoneaba. Era de esas inteligencias atropelladoras, impulsivas, que se las arreglaba para dejarte pensando. No era santo de mi devoción -no lo escuchaba en la radio-, pero seguía sus notas. Algunas veces me dije: “¡Genial!” Y otras: “¿Cómo puede decir semejante barbaridad?”. Es que él decía, simplemente, lo que pensaba. Muy inusual el tipo: no tenía filtro. Y no lo tenía porque era libre. O todo lo libre que es posible ser en esta prisión.
Peña fue, ante todo, un extraordinario artista. Alguien que generaba pasiones. Pasiones en toda la gama del espectro.
Cuando en su debate con Luis D’Elía éste le dijo: “perdiste el ángel, Peña”, le dí la razón. El piquetero le había pasado por encima. Nunca había visto a Peña desangelado. “Le puso límites a su soberbia otro de su estatura”, pensé. Ahora no sé. Me alcanza con saber que es una gran pérdida. Si esta noche estuviera Tinelli, mi sugerencia hubiera sido que apagaras la tele y salieras a la calle a ver el eclipse. Se fue un ángel molesto de la cultura rioplatense y se lo va a extrañar, a él y a sus benditas insolencias.
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