El registro es una mujer que se presenta un día y dice que mientras
dormía la Virgen le dictó letra por letra una oración. «Quiero
registrarla», pide. El encargado se ciñe al protocolo, echa un
vistazo y le pregunta el nombre. «¿Para qué?», dice ella. «Para
el registro, señora». La mujer dice que no, que no quiere figurar
como autora. «La autora es la Virgen», se ufana. El encargado
tiene un breve momento de desconcierto, muy breve; y sigue,
imperturbable, con el protocolo. «Muy bien, señora, pues tendrá que
traerme el DNI de la Virgen, y fotocopia del DNI de la Virgen...»
El registro es un señor que acaba de terminar un tratado extenso sobre
las fuentes naturales de Catalunya, que acude una mañana al edificio de
la calle de Muntaner y que a cada pregunta que le hacen responde en
plural. «Fuimos... hicimos... descubrimos...». El funcionario de
turno entiende que es un trabajo a cuatro manos, y sí: el señor apunta
otro nombre: Misti. «¿Misti?», pregunta el funcionario. Misti es
un perro. El señor dice que sin su perro no habría hecho nada, que fue
su mascota la que lo llevó a esas fuentes y que no quiere robarle el
crédito. Cuando el encargado, incómodo, le explica que no puede hacerlo,
el hombre simplemente se levanta y se va.
El registro son las
mujeres maltratadas que escriben la historia de sus maltratos y vienen a
inscribirla con seudónimo. Por miedo.
Escritura por depresión
El
registro es un lugar de personajes fijos y recurrentes, hombres y
mujeres que a fuerza de registrar terminan por hacerse de la casa.
Asiduos. «Hay un señor, Santi –dice un funcionario–, que viene
al menos tres veses al mes. Sufre de depresión y la psicóloga le
recomendó que escribiera. Como terapia. Que lo escupiera todo con la
escritura. Es un señor mayor y está escribiendo todo el tiempo y cada
rato viene aquí a registrar sus cosas. Claro que cuando está muy
deprimido pasa una temporada sin que le veamos la cara».
El
registro –la oficina de Barcelona– fue inaugurado en 1996, y la primera
obra inscrita fue L’Atlàntida, de Jacint Verdaguer. Memoria de
mis putas tristes, de García Márquez, también está registrada aquí.
Los empleados cuentan que Vásquez Montalbán solía venir en persona cada
vez que terminaba un trabajo, pero enseguida dicen que el que más viene
es el ciudadano de a pie; anónimos con una carpeta bajo el brazo.
«Una
vez vino una colombiana, decía que quería registrar una postura sexual.
A veces pasan esas cosas. Decía que era muy original, y al parecer
pretendía que cualquiera que hiciera esa postura le pagara. Pero encima
no traía nada, ni una descripción escrita ni un dibujo, nada de nada. No
le preguntamos cómo quería enseñarnos la postura, pero nos quedamos
pensando».
Y ríen.
El registro, en resumen, es un lugar con
un halo extraño. Ofrece un servicio concreto y recibe por regla
peticiones concretas, pero también es el receptáculo de cierta locura,
de cierto íntimo desquiciamiento: alguien que quiere registrar el Padre
Nuestro, por ejemplo. Al registro van los artistas, o los que quieren
serlo, pero también van los ciudadanos sin lógica; y los que sufren y
escriben sufriendo y escriben sobre lo que sufren: las víctimas de un
crimen, por ejemplo. «Ocurre mucho –explica un funcionario–. O
bien les pasó algo o bien vieron algo en la calle o presenciaron algo
que le pasó a un familiar y quieren escribirlo, y una vez que lo han
escrito no quieren que nadie les robe la idea y vienen aquí».
Al
registro fue una mañana una señora mayor. Vivía sola con su madre. Se
había aficionado a un programa infantil, Doraemon, y decía, aseguraba,
juraba que los personajes copiaban las conversaciones que sostenía con
su madre. Que con quién había que hablar.
Fuente: http://www.elperiodico.com/default.asp?idpublicacio_PK=46&idioma=CAS&t=1&idseccio_PK=1021
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